En 1823, Justice Marshall de la Suprema Corte de Estados Unidos de Norteamérica emitió el fallo de que cuando las naciones europeas descubrieron América “afirmaron que el dominio definitivo era suyo; y reclamaron y ejercieron, a consecuencia de este dominio definitivo, un poder para ceder el suelo aunque estuviera en posesión de los nativos.”
Cuando primero escuché esto, me pregunté cómo estos monarcas extranjeros que no tenían ningún conocimiento de nuestras formas y nuestras tierras y que nunca habían visto las Américas podían afirmar el “dominio definitivo era suyo” aunque estuviera en posesión de los nativos.
Así que inicié una búsqueda para aprender cómo un rey extranjero podía robar las tierras de mis padres que me antecedieron.
De esta manera, investigando y plateándome preguntas, supe que el derecho a tomar las tierras de mis ancestros, y el derecho a esclavizar a nuestros pueblos y el derecho a tratar a las personas de pueblos originarios como menos que humanos no fue originalmente creado por el gobierno norteamericano, ni por sus jueces, ni por los exploradores europeos que fueron los primeros en hacer esos reclamos, y ni siquiera fueron los reyes que los habían enviado a nuestras tierras. Este derecho fue instaurado por dos hombres que decían hablar en nombre de Dios hace más de quinientos años. Estos mismos hombres le habían puesto nombre a nuestras tierras sagradas, unas tierras que sus ojos jamás habían visto. La llamaron Terra Nullius, que significa “la tierra que no pertenece a nadie”. Así que aprendí que el derecho a demarcar todas las tierras de América como Terra Nullius no fue creado por el gobierno de los Estados Unidos o por sus cortes. Tampoco fue iniciativa de los exploradores o de los reyes de Europa. El derecho de apoderarse de nuestras tierras con base en Terra Nullius fue creado por un hombre que pretendía ser el sucesor de San Pedro, el Papa de El Vaticano, y quien decía hablar en nombre de Dios.